El rojo siempre ha sido tu color.
El color de una mirada lasciva cegada por la incoherencia de tu palabras.
El color de tus mañanas, de mis escasas mañanas contigo.
Mañanas.
Que se convertían en tardes.
Que se convertían en noches.
El color de mis labios en ti, de la sangre hemofílica residuo de tu linaje.
La marca del placer coagulado alrededor de mi cuello,
finas líneas en la parte interna de mis muslos, dedos
agarrados como un neonato a los pechos de su madre.
Como un viejo agarrado a la vida, a la desdichada vida que le queda
(pero vida, al fin y al cabo).
Agarrados por necesidad, no por placer.
Agarrados como si estuvieran tocados por el fuego
y buscaran su silencio,
sellándose en mi piel.
Nuestras carnes ahora, quemadas y uniformes,
Rojas y sangrientas,
deshechos fundidos que dejan ver los huesos.
Nuestros huesos, rojo sobre blanco,
vacíos de coraje
Pero llenos de cianuro.
Cianuro que cae de tus venas.
Y me llena los labios.
Y me sella los ojos.
¿Es que acaso te gusta saber que,
Como un Dios,
Tienes el poder de la vida y la muerte sobre mí?
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